viernes, 3 de agosto de 2012

Crónica de Lázaro


Por: Víctor Araújo
@araujo_vic

Este cuento está basado en una historia de la vida real, y como toda historia es le pertenece al amigo de un amigo. Espero que les guste. 

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Mis papás nunca quisieron que me fuera a hacer mi rural en el Putumayo. Mi papá me decía que me iba era para la Puta-mierda, pero yo insistía que El Refugio era el lugar donde debía ir. Las cosas en casa no estaban muy bien. Mi mamá simulaba vivir la vida de toda una dama de sociedad para luego tener tres horas con ella misma y dedicarse a llorar. Martha, mi madre, siempre había querido ser artista, pero en aquella época cualquier persona que quisiera dedicarse a tan noble oficio era tildada de loca, drogadicta, homosexual e izquierdista. Características que jamás tuvo.

A los 18 años la hicieron casarse con su novio, el respetado hijo de doctores de su cuadra, Augusto Pino, mi papá. Mi mamá cambió la paleta de colores y pinceles por verduras y tenedores. Su arte se limitaba a tener una casa impecable y platos discretamente decorados. Mi papá, como sus padres, terminó medicina y luego se especializó en el extranjero. Y yo, su primogénito, debía seguir sus pasos. Nunca supe si era bueno para algo más, pues mi vida estaba planillada desde antes de nacer.

El Refugio, en el Putumayo, era el lugar propicio para escaparme por unos meses y probarme a mi mismo que podía cambiar la sombra de mi padre por la de algunos guamos blancos.

Era mi primera noche y me asignaron la sala de emergencias. El doctor estaba de vacaciones y eso me hacía entre enfermeras y enfermos la máxima autoridad del lugar. Yo, un joven de 23 años, era una eminencia aunque el término no me correspondía de manera literal.
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Nada extraordinario había pasado cuando el reloj lentamente marcaba las 1:11 de la madrugada. Había recibido a una mujer con cólicos y a dos hombres aparentemente enfermos por una intoxicación de comida. Las luces austeras llenaban la sala y mis ojos. Pero la emoción de la primera noche de turno me mantenía despierto a diferencia del resto de zombies pegados a una pequeña cafetera que teníamos en el lugar.

1:11 a.m. Cuando no parecía que pudiera ocurrir nada interesante en una población de 3412 habitantes un hombre irrumpió en la sala. Estaba mojado hasta el cuello pero con su cabeza completamente seca y lúcida. –Me lo acabo de encontrar en el rio, y lo botó al piso en un acto desesperado de frustración. No recuerdo muy bien lo que pasó de la adrenalina del momento, pero por lo que me cuentan otros empecé a mover todo el pequeño centro clínico para atenderlo.

No se me olvidó absolutamente nada del manual. Hice todos los procedimientos tal como hacía en los simulacros de la universidad. El hombre, canoso y de aspecto desaliñado y un tanto flaco no tenía pulso ni respiraba cuando llegó aquella madrugada.

Empecé a socorrerlo y tenía a todas las manos posibles ayudándome. A los cinco minutos de haberle estado dando las respectivas compresiones torácicas un pensamiento cruzó mi cabeza “¿y si ya estaba muerto?”. Que si aquel hombre ya había llegado muerto a mis brazos y yo sólo estaba tratando de reanimar a un cadáver. De igual manera proseguí, Ya tenía a todos trabajando en eso.

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Diez minutos pasaron y la pantalla no mostraba ningún cambio. La línea plana que reflejaban los monitores era contundente. La labor de un médico no es fácil. La gente cree que sólo salvamos vida o las mejoramos, pero nunca han pensado en las decisiones que tomamos. Como lo entendería en el futuro cuando debía decidir si operar a una mujer de avanzada edad a la que tendríamos que removerle medio estomago y la que luego de la operación no podría hacer algo diferente a respirar. Yo hubiera preferido operarla y colocarle un vaso de cicuta a su lado para que la mujer decidiera que era lo mejor. Lastimosamente por protocolo estoy inhabilitado para realizar tal hazaña y me era permitido únicamente operar y cumplir con mi promesa a Hipócrates.

Quince minutos habían pasado en la sala y aquel hombre no respondía a nada de lo que le estábamos realizando. La zozobra y la desesperanza se apoderaron de mí. Había hecho todo muy bien, pero había obviado lo obvio: aquel hombre, lo más probable, es que hubiera llegado muerto. Nos habían enseñado a ser fríos y realistas en la escuela pero jamás había tenido que presenciar una muerte con mis propios ojos.
-Doctor ¡funcionó!, me dijo la enfermera pendiente del pulso y de los monitores. Una leve línea empezó a dibujarse en las pantallas y mi ritmo cardiaco empezó a elevarse también. Lázaro, aquel hombre que había llegado aparentemente sin vida estaba sufriendo de un paro cardiorrespiratorio. No había fallecido como lo supieron mis instintos y mi corazón apenas lo arrojaron al piso de la sala, aunque la terapia y la práctica hubieran razonado, en algún otro momento, de una manera diferente. Inmediatamente realicé los procesos necesarios para que aquel hombre empezara su recuperación.

No perder la esperanza fue lo que mantuvo a aquel hombre vivo. A pesar de que los procedimientos médicos que realicé le salvaran la vida, fue mi esperanza la que no permitió dar por muerto al que estaba vivo.



Ese día aprendí que uno tiene derecho a perder la esperanza, pero de a poquitos. 

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