Por: Víctor Araújo
@araujo_vic
Este cuento está basado en una historia de la vida real, y como toda historia es le pertenece al amigo de un amigo. Espero que les guste.
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A los 18
años la hicieron casarse con su novio, el respetado hijo de doctores de su
cuadra, Augusto Pino, mi papá. Mi mamá cambió la paleta de colores y pinceles
por verduras y tenedores. Su arte se limitaba a tener una casa impecable y
platos discretamente decorados. Mi papá, como sus padres, terminó medicina y
luego se especializó en el extranjero. Y yo, su primogénito, debía seguir sus
pasos. Nunca supe si era bueno para algo más, pues mi vida estaba planillada
desde antes de nacer.
El Refugio,
en el Putumayo, era el lugar propicio para escaparme por unos meses y probarme
a mi mismo que podía cambiar la sombra de mi padre por la de algunos guamos
blancos.
Era mi
primera noche y me asignaron la sala de emergencias. El doctor estaba de
vacaciones y eso me hacía entre enfermeras y enfermos la máxima autoridad del
lugar. Yo, un joven de 23 años, era una eminencia aunque el término no me
correspondía de manera literal.
Nada
extraordinario había pasado cuando el reloj lentamente marcaba las 1:11 de la
madrugada. Había recibido a una mujer con cólicos y a dos hombres aparentemente
enfermos por una intoxicación de comida. Las luces austeras llenaban la sala y
mis ojos. Pero la emoción de la primera noche de turno me mantenía despierto a
diferencia del resto de zombies pegados a una pequeña cafetera que teníamos en
el lugar.
1:11 a.m. Cuando
no parecía que pudiera ocurrir nada interesante en una población de 3412
habitantes un hombre irrumpió en la sala. Estaba mojado hasta el cuello pero
con su cabeza completamente seca y lúcida. –Me lo acabo de encontrar en el rio,
y lo botó al piso en un acto desesperado de frustración. No recuerdo muy bien
lo que pasó de la adrenalina del momento, pero por lo que me cuentan otros
empecé a mover todo el pequeño centro clínico para atenderlo.
No se me
olvidó absolutamente nada del manual. Hice todos los procedimientos tal como
hacía en los simulacros de la universidad. El hombre, canoso y de aspecto
desaliñado y un tanto flaco no tenía pulso ni respiraba cuando llegó aquella
madrugada.
Empecé a
socorrerlo y tenía a todas las manos posibles ayudándome. A los cinco minutos
de haberle estado dando las respectivas compresiones torácicas un pensamiento
cruzó mi cabeza “¿y si ya estaba muerto?”. Que si aquel hombre ya había llegado
muerto a mis brazos y yo sólo estaba tratando de reanimar a un cadáver. De
igual manera proseguí, Ya tenía a todos trabajando en eso.
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Quince
minutos habían pasado en la sala y aquel hombre no respondía a nada de lo que
le estábamos realizando. La zozobra y la desesperanza se apoderaron de mí.
Había hecho todo muy bien, pero había obviado lo obvio: aquel hombre, lo más
probable, es que hubiera llegado muerto. Nos habían enseñado a ser fríos y
realistas en la escuela pero jamás había tenido que presenciar una muerte con
mis propios ojos.
-Doctor
¡funcionó!, me dijo la enfermera pendiente del pulso y de los monitores. Una
leve línea empezó a dibujarse en las pantallas y mi ritmo cardiaco empezó a
elevarse también. Lázaro, aquel hombre que había llegado aparentemente sin vida
estaba sufriendo de un paro cardiorrespiratorio. No había fallecido como lo
supieron mis instintos y mi corazón apenas lo arrojaron al piso de la sala,
aunque la terapia y la práctica hubieran razonado, en algún otro momento, de una
manera diferente. Inmediatamente realicé los procesos necesarios para que aquel
hombre empezara su recuperación.
No perder
la esperanza fue lo que mantuvo a aquel hombre vivo. A pesar de que los
procedimientos médicos que realicé le salvaran la vida, fue mi esperanza la que
no permitió dar por muerto al que estaba vivo.
Ese día aprendí que uno tiene derecho a perder la esperanza, pero de a poquitos.
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